Por Robert
Fisk
Empieza a cansarme este cuento del soldado demente.
Era predecible, por supuesto. No bien el sargento de 38 años que masacró el
domingo pasado a 16 civiles afganos, entre ellos nueve niños, cerca de
Kandahar, regresó a su base, ya los expertos en defensa y los chicos y chicas
de los centros de pensamiento anunciaban que había enloquecido. No era un
perverso terrorista sin entrañas –como sería, desde luego, si hubiera sido
afgano, en especial talibán–, sino sólo un tipo que se volvió loco.
Esa misma tontería se usó para describir a los
soldados estadunidenses homicidas que perpetraron una orgía de sangre en la
ciudad iraquí de Haditha. Con la misma palabra se describió al soldado israelí
Baruch Goldstein, quien masacró a 25 palestinos en Hebrón, algo que hice notar
en este mismo periódico apenas unas horas antes de que el sargento enloqueciera
de pronto en la provincia de Kandahar.
Al parecer enloqueció, anunciaron periodistas. Un
hombre “que probablemente había sufrido algún colapso (The Guardian)”, un
soldado rufián (Financial Times) cuyo disturbio (The New York Times) fue sin
duda (sic) perpetrado en un rapto de locura (Le Figaro).
¿De veras? ¿Se supone que creamos eso? Claro, si
hubiera estado loco por completo, nuestro sargento habría matado a 16 de sus
compañeros estadunidenses. Habría asesinado a sus camaradas y después prendido
fuego a los cuerpos. Pero no, no mató a estadunidenses; escogió matar a
afganos. Hubo una elección. ¿Por qué, entonces, mató a afganos?
Existe una pista interesante en todo esto, la cual
no hubiera aparecido en los informes de los medios. De hecho, la narración de
los hechos ha sido curiosamente lobotomizada –censurada, incluso– por quienes
han tratado de explicar la atroz masacre en Kandahar. Recordaron la quema de
ejemplares del Corán –cuando soldados estadunidenses en Bagram los arrojaron a
una hoguera– y las muertes de seis soldados de la OTAN, dos de ellos
estadunidenses, que vinieron después. Pero vuélenme en pedazos si no olvidaron
–y esto se aplica a todas las notas informativas sobre la reciente matanza– una
declaración notable y sumamente significativa del comandante en jefe del
ejército estadunidense en Afganistán, el general John Allen, hace exactamente
22 días. De hecho, fue una declaración tan inusitada que recorté las palabras
en mi periódico matutino y puse el recorte en mi maletín para referencia
futura.
Allen dijo a sus hombres: Ésta no es la hora de la
venganza por las muertes de los soldados estadunidenses muertos en los
disturbios del jueves. Les advirtió que debían resistir cualquier urgencia que
sientan de devolver el golpe, luego de que un soldado afgano dio muerte a los
dos estadunidenses. “Habrá momentos como éste en que estarán ustedes buscando
el significado de estas muertes –continuó–.
Momentos como éste, en que sus emociones serán
gobernadas por la rabia y el deseo de desquite. Ésta no es la hora de la
venganza; es la hora de mirar al fondo de su alma, de recordar su misión, recordar
su disciplina, recordar quiénes son ustedes.”
Fue un llamado extraordinario, viniendo del
comandante en jefe de Estados Unidos en Afganistán. El general se vio precisado
a decir a su ejército, supuestamente bien disciplinado, profesional, de élite, que
no cobrara venganza en los afganos a los que supuestamente está
ayudando/protegiendo/educando/adiestrando, etc. Tuvo que decir a sus soldados
que no cometieran asesinatos.
Sé que los generales decían esas cosas en Vietnam.
Pero, ¿en Afganistán? ¿Han llegado las cosas a ese extremo? Me temo que sí.
Porque, por mucho que me disgustan los generales, he tratado con muchos de
ellos en persona y, en general, tienen una idea bastante acertada de lo que
ocurre en sus filas. Y sospecho que el general John Allen ya había sido
advertido por sus oficiales de que sus soldados estaban furiosos por las
muertes que vinieron después de la quema de los ejemplares del Corán y tal vez
habían decidido emprender una escalada de venganza. Por eso trató de un modo
tan desesperado –en una declaración tan impactante como reveladora– de prevenir
una masacre exactamente como la que ocurrió el domingo pasado.
Sin embargo, ese mensaje fue borrado por completo
de la memoria de los expertos cuando analizaron esa matanza. No se permitió en
sus relatos ninguna alusión a las palabras del general Allen, ninguna
referencia, porque, desde luego, eso habría sacado a nuestro sargento del grupo
de los enloquecidos y le habría dado un posible motivo para la masacre. Como de
costumbre, los periodistas tuvieron que meterse a la cama con los militares
para procrear un demente y no un asesino. Pobre tipo: andaba mal de la cabeza.
No sabía lo que hacía. No es extraño que lo hayan sacado de Afganistán tan
rápido.
Todos hemos tenido nuestras masacres. Ahí está My
Lai, y nuestro propio My Lai británico, en una aldea malaya llamada Batang
Kali, donde los guardias escoceses –envueltos en un conflicto contra
despiadados insurgentes comunistas– asesinaron a 24 indefensos trabajadores del
hule, en 1948. Claro, se puede aducir que los franceses en Argelia fueron
peores que los estadunidenses en Afganistán –se dice que una unidad francesa de
artillería desapareció a 2 mil argelinos en seis meses–, pero eso es tanto como
decir que somos mejores que Saddam Hussein. Cierto, pero vaya parámetro de
moralidad.
De eso se trata todo esto. Disciplina. Moralidad.
Valor. El valor de no matar en venganza. Pero cuando uno va perdiendo una
guerra que finge estar ganando –me refiero a Afganistán, por supuesto–, supongo
que eso es esperar demasiado. Parece que el general Allen perdió su tiempo.
Traducción: Jorge Anaya - La Jornada
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